JOSE ÁNGEL GONZÁLEZ. PERIODISTA
OPINIÓN

25 años sin la suprema voz-grito del gitano Camarón

José Ángel González, escritor y periodista.
José Ángel González, escritor y periodista.
JORGE PARÍS
José Ángel González, escritor y periodista.

José Monje, a quien llamaron Camarón por la piel casi transparente con la que llegó al mundo oscuro de los gitanos, nunca cantó mal: primero, porque no sabía cantar mal y, segundo, porque ejercía el deber de afinar con exactitud el dolor. Cantaba por las mismas razones que, sin lógica, obligan a algunos a alimentar la voracidad de la llaga: fumó desde preadolescente unos 80 cigarrillos al día, aspirados con apuro de niño pillado en falso. Por motivos parecidos, siempre a la sombra de las esquinas difíciles, inhalaba el humo viscoso de la heroína quemada en el papelillo de plata que hermana a todos los yonquis, los de alta cuna y los de callejón... Su amada Chispa, esposa de ojos verdes, quería, como rito de salvación, llevarlo al culto de los aleluyas, los evangélicos que rezan con pataleo y desgarro, pero él se negó una vez y otra. "Ya grito yo a mi manera, clavándome las uñas en las palmas de las manos", pensaba José, cantaor de cantaores.

Nacido en 1950 en las tierras de sal y polvareda de la Isla de San Fernando (Cádiz) y muerto en 1992, con 41 años y hace ahora 25, en un hospital de Badalona (Barcelona), fue José Monge el mayor genio del siglo XX en el arte de la voz —así opinaban Peter Gabriel, Quincy Jones, Stevie Wonder y otros artistas ajenos a la patria jonda—  y la más notable figura del flamenco. Hijo de un forjador de clavos y alcayatas y una correosa mujer que fregaba suelos sin dejar de cantar, a Camarón lo enterraron 50.000 personas en La Isla. La bandera gitana cubría el féretro y adentro de la madera, en la carne entre los dedos pulgar e índice derechos del cadáver, un tatuaje de factura callejera presentaba dos signos que completaban el blasón genético de un santo laico, un portavoz, como escribió Félix Grande, de los hijos de la "miel y el desamparo": una estrella judía de seis puntas como signo de la limpieza étnica sufrida por los gitanos bajo el nazismo y una luna creciente simbolizando el renacer de la patria árabe, Al Camarun.

Una veintena de discos en 23 años —algunos, clásicos, "infinitos y mágicos", según el guardaespaldas-guitarrista Paco de Lucía, otro padre que se nos fue; otros, bautismales del mestizaje por venir; cada uno, crónica de la majestad del desamparo que nos hermana— y miles de actuaciones que parecían oficios religiosos, con niños de pecho elevados a escena para que el cantaor les bautizara con el grito; disparos al aire de viejos revólveres patriarcales; ancianas con las piernas varicosas en trance; sabiduría racial: "¡ya está Camarón, no cantes más, que lo aprenden los payos!"...

Y todo sucedía en la España del tardofranquismo y la temerosa pseudodemocracia, cuando los gitanos eran unos 500.000 ciudadanos invisibles, nunca invitados a recepciones en palacio, ni a entregas de premios. Mientras Camarón asombraba al mundo con el esplendor de su orfandad —con siguiriyas difícilísimas de cantar, como fogonazos de incandescencia sombría, más vengativas que los blues de Howlin' Wolf, más agridulces que los fados de Amália Rodrigues y más desvalidas que los qawwali de Nusrat Fateh Ali Khan—, el vocerío de un país cainita ninguneaba al artista (que apenas vendía discos: 80.000 del último álbum editado en vida) y responsabilizaba al cantaor de empujar a los jóvenes gitanos hacia la heroína.

Un cuarto de siglo después de aquel amanecer del 2 de julio de 1992 en que murió la leyenda, aún se escuchan patrañas: la siembra de discordias infundadas que acusan a Paco de Lucía de "robar" a su mejor amigo, al que nunca traicionó en el reparto de regalías —Camarón apenas componía y solo cobraba derechos como intérprete—, y señalando como culpable de la ausencia a la heroína, cuando se trató de un cáncer de pulmón de manual de un fumador compulsivo que repartía cajetillas en todos los bolsillos para garantizar el suministro, un hombre hermético que cantaba cuando quería él y no los demás, que aún no ha sido homenajeado como merece, que se escondía en sí mismo para hablar a través de las entrañas, que no ha recibido un espacio digno de recuerdo —la Junta de Andalucía lleva 25 años anunciando un museo que ya estaría levantado si el muerto fuese payo—...

"Pa' andar padeciendo, prefiero no existir", había declarado Camarón en la infrecuente arrancada de locuacidad de una entrevista tardía. Era incapaz de verbalizar la idea, tan bien dibujada por Félix Grande, de que ya nos lo había dado todo enseñándonos que la queja ay, basamento de las seguriyas, "no tiene traducción y no la necesita, porque todas las criaturas del mundo (…) la pronuncian cuando se duelen (...) Todo el mundo la comprende porque es la palabra suprema del dolor, y el dolor es un idioma universal (…), es la venganza de la congoja".

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