JOSÉ ÁNGEL GONZÁLEZ. ESCRITOR
OPINIÓN

Scorsese, los 75 años de un dios

José Ángel González, escritor y periodista.
José Ángel González, escritor y periodista.
JORGE PARÍS
José Ángel González, escritor y periodista.

Martin Scorsese es una de las 'personas felices' con carné de socio de la MT (Meditación Trascendental ©, es una empresa, debo añadir el símbolo). Lo atrajo su colega de oficio cinematográfico David Lynch, embajador público de la disciplina fundada en los dorados años hippies por Maharishi Mahesh Yogi, el discutible gurú que cameló a los Beatles. Si estos fueron precursores del buenismo contemporáneo, Scorsese y Lynch parecen, al contrario, muy conscientes de que el mundo está manejado por la maldad y el sufrimiento. Es decir, hacen cine para mostrarnos a personas aviesas que, al parecer, no meditan. Son seres pérfidos y tampoco les va mal del todo.

"Para mí ser un gánster es mejor que ser presidente de los Estados Unidos". La frase inicial del guion de Uno de los nuestros (1990), pronunciada en off por Henry Hill, muchacho irlandés que aspira a ser goodfella, contiene la rebeldía de una proclama revolucionaria porque, como nos demuestran cada día, el robo y la extorsión son algo más que delitos y, vistos desde lejos, pueden parecer formas bastardas de revuelta.

El mejor cronista contemporáneo de la ambivalente relación del ser humano con el delito y la maldad, Martin Marcantonio Luciano Scorsese –el nombre previene sobre la ascendencia familiar, en la honorable y espástica Palermo siciliana, donde es obligado ser ferviente en el catolicismo, el desorden social y el culto al linaje–, ha llegado a los 75 años este mes. Me sumo al oratorio: el mundo sería mucho menos elocuente y bastante más tedioso sin Marty.

En la mochila donde saco a pasear las cámaras de fotos llevo una chapa enganchada desde hace años, de tamaño king size y mensaje con mucho alquitrán: el perfil urbano de Queens en negro y boca abajo y una frase bíblica, tan siciliana como las escopetas de cañones recortados cuyo nombre siciliano, lupara, remite al hambre insaciable del lobo y los cannoli, síntesis repostera de la felicidad: Scorsese Is God. Scorsese es Dios ¿Acaso hay otro candidato plausible?

De la pandilla de pájaros locos que reinventó el cine en los setenta –ya saben, aquellos exhippies: Spielberg, Coppola, De Palma, Lucas...–, Scorsese es el más terrenal. Quizá por el asma de nivel asfixiante que cuando era niño le dejaba en las gradas en los partidos de béisbol o por las lecciones sobre la vía de la expiación que atronaban desde el altar, Marty prefería el barrio a las galaxias.

Es verdad, El padrino no fue cosa suya (aunque estuvo a punto de dirigir la segunda), pero también en esa decisión de driblar la historia del aceite de oliva y la épica de la primera Cosa Nostra se advierte que prefería a los bribones de las malas calles, las niñas-prostituta, los psicos que ya te están asesinando, mucho antes del disparo, cuando te preguntan: "Are you talkin' to me?".

Aterrado ante el número once, que no por casualidad es en la cábala la repetición pecaminosa de la santa unidad del creador; vivo de milagro desde que salió del coma de una intoxicación por cocaína cuando vivir era un peligro y, es verdad, enfrentado al inevitable descenso de su nivel de bárbara genialidad durante varias de las décadas pasadas –¿para qué necesitas otra obra maestra cuando has firmado siete u ocho?–, Marty está blando. Sigue creyendo en el Dios de los católicos, pero ya no tiene el nervio necesario para mostrar cómo la maldad puede ser una forma torva de misticismo y cohabitar con la fe. Acaso esa consistencia suave explique por qué se arrima a la MT ©, una religión basada en el silencio interior y sin otra divinidad que los balances contables de la organización.

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